¡Qué frío! Te
temblaban hasta los dedos de los pies, casi ni sentías las manos. Mirabas a tu
alrededor; todo eran risas y felicidad, no sabías dónde ibais y, sinceramente,
tampoco te importaba. De pronto una repentina lluvia os empapó, tus amigos
echaron a correr y tú fuiste detrás. Entonces, uno de ellos te esperó; cuando
lograste alcanzarle, agarraste su brazo sin parar de correr bajo esa lluvia,
que cada vez caía con más fuerza. De repente, la poca sensibilidad de tus
congeladas manos notó como otra mano, igual de fría, entrelazaba sus dedos con
los tuyos. En ese momento desapareció el frío, el cansancio, hasta la lluvia
pareció cesar por un momento solo para dejar al cielo ver como le mirabas.
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